“EL CONSULTORIO”
Entro al Consultorio respirando algo rápido, miro el lugar, el mobiliario, sobre todo las sillas; algunas permanecen vacías, como aguardando a los sufridos pacientes. Son de un verde lavado, que no dice nada. Espero que me atienda alguien, no sé, una secretaria… alguien. No viene nadie a mi encuentro, tampoco ubico algún recoveco donde pudiese estar metida. Me siento entonces.
Frente a mí está ubicado un señor que viste de negro. Observo su cara de asceta, bien árida, rigurosa, parece que contuviera el filo de una hoja de afeitar. Lo miro, y algo por dentro se encoge, como una pequeña flor que tenía savia, que alguna vez tuvo vida, mientras ahora yace estrujada, hasta escucho el ruido que hace, al morir estremecida.
Sus ojos no me miran y agradezco tanta suerte, ya que podría jurar que aquello que miren, perece, como si emanaran un frío que congela en el acto. Aprovecho la circunstancia, para fijarme un poco más en él y noto que su cara tiene la misma coloración de las sillas, un ramalazo verde cruza su rostro en diagonal. La tiene marcada de surcos tan hondos, tan abismales, que de seguro si uno tira una moneda a alguno de ellos, no oirá jamás el ruido al caer.
En ese momento, llega hasta mí una joven que parece ser la secretaria del lugar. Tiene en sus manos una agenda y una lapicera. Pregunta con voz casi inaudible mi nombre. Se lo digo, y aparece una débil semi-sonrisa al constatar que estoy anotada. Acerca su cara, para saludarme con un beso que resulta impalpable. Cualquiera que la vea, podría decir que también es insípida e inodora. Lo de incolora está a la vista. Se aleja con pasos menudos como saltando, casi ingrávida, y en un instante parece desaparecer en el aire ¿...?
Como da la impresión que tengo para rato, me entretengo observando a las demás personas.
El hombre a mi derecha, silla de por medio, es por completo diferente al primero.
Corpulento, seboso y ceroso. Muestra protuberancias en su rostro, como montículos de grasa sin utilidad alguna, salvo el despertar asombro y unas ganas salvajes de desparramarlos de forma más armoniosa. Esparcirlos, amasarlos, aplastarlos, como si fueran de arcilla, lo que sea, pero que quede todo más parejo. Eso me doy cuenta, mirando sólo por el rabillo de mi ojo derecho por supuesto. Se pone a hablar con una señora frente a él, y noto que sus mofletes se mueven al hacerlo. Corren de Este a Oeste, movidos por un viento interno. El resultado no deja de ser gracioso. Es la cara de un hombre mayor, con mejillas movedizas, saltarinas, que semejan tener vida propia e independiente. Aunque en un momento dado que se volvió hacia mí, me di cuenta que de frente, inquietan con pensamientos de cierta lascivia, porque semejan una vulva.
Rápidamente vuelvo mi cara hacia el frente. Ya no está el hombre verdiseco. El asiento de la silla que lo sostuvo, despide una sensación de aridez, quedó estéril a mi entender. Ningún microbio, ni bacteria, podrá a partir del momento en que se sentó, tener vida.
Suena el timbre y aparece de la nada, como flotando, la secretaria. Abre la puerta o se abre sola, no sé bien, y veo a un señor con el cuerpo tan encorvado, que semeja una U puesta al revés. Para hablar con él, la joven mira hacia el suelo. El hombre tiene un rostro largo, tanto, que veo cómo con la barbilla, levanta nubes diminutas y polvorientas de la alfombra. Luego se sienta atrás, fuera de mi vista.
De pronto se escucha un estruendo terrible, un grito, quejidos, y se abre la puerta del Consultorio de golpe, saliendo como una exhalación el hombre enjuto, que casi de inmediato desaparece.
Apoyándose en el marco, aparece el Odontólogo temblequeando, vestido con un delantal semejante al de un matarife, gris, con manchas rojas. De su mano izquierda, cuelga con impericia, lo que parece un peligroso y enorme torno, aún zumbando. Está muy pálido, empapado de transpiración. Trata de hablar pero no le sale sonido alguno. ¡Es idéntico a Mr. Bean! ese personaje tan simpático del Reino Unido. Pero ¿acaso es éste el dentista que me toca? Noto que me señala con un dedo que sufrió un impresionante tarascón, dado por el anterior paciente sin duda, y cuelga a media asta. Ese dedo me señala como si fuera el brazo de la Justicia Divina, acusándome de todos los pecados cometidos por mí, desde que era un organismo unicelular hasta la fecha. Me levanto aterrorizada, no puede ser que tal energúmeno, ose realizar algún trabajo dental en mi boca. Llego hasta la puerta, olfateo como perro de presa el miedo de él, mayor aún que el mío, y echo un vistazo rápido por dentro. La silla dental con todos los instrumentos de tortura, está volcada. Un chorro de agua sale todo el tiempo hacia el aire, empapando todo. Encima de la mesa, bien a su alcance, hay un: “Manual para lograr ser Dentista en Diez lecciones” Primeros pasos, etcétera.
Seguramente mi boca se abrió sola en una O gigante, producto del asombro ante tanta improvisación, lo cual aprovechó el “Profesional” con sus ojos bizcos, para intentar enchufarme el torno a diestra y siniestra, sin interesarle demasiado cuál era el diminuto problema que me llevaba hasta ahí.
¡Salí como flecha de tal pesadilla! Tan veloz que dice la leyenda, pareció un tornado!
¡Se levantó una nube de tormenta pocas veces vista, arrasando con todo! Con semejante torbellino, se quebraron todos los vidrios, volaron sillas con pacientes incluidos, la mesa, la secretaria, el Manual, y hasta el torno quedó dando vueltas como una calesita.
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Delia
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