martes, 27 de mayo de 2014

EL APARTAMENTO





Cuando Ema decidió alquilar el apartamento, se encendió débilmente una voz de alarma dentro suyo, pero no hizo caso. A veces tenía esos presentimientos y pese a saber que si los ignoraba algo poco grato o directamente terrible le sucedía, prosiguió como si tal cosa con el papelerío. Es que le gustó tanto...era luminoso, silencioso, fresco, todo lo que le gustaba. Además quedaba cerca de su trabajo de oficina, y el alquiler era un regalo, entonces ¿qué más?

Mudó todas las cosas en varios viajes. Su matrimonio había fracasado y ya no existía nada capaz de arreglarlo. Ella necesitaba tener hijos y a Federico poco le importaba menos. Lo curioso es que jamás en sus tres años de noviazgo habían comentado este tema tan crucial. Abogó por tenerlos lo mejor que pudo, consultaron psicólogos de pareja sin llegar a una solución. Federico quería ser un pájaro libre, bien que le había costado casarse, pero jamás imaginó el rechazo absoluto y sin vuelta atrás, de él. 

De todas maneras ella era joven, y se ilusionó pensando en que la vida le traería otro amor. La noche en que terminó la mudanza, lo celebró sola con una pequeña botella de champagne. Estaba contenta consigo misma, aunque la separación tiñera de tristeza el momento. Recorrió el apartamento y una vez más, le encantó lo que vio. Tal vez no era tan grande, ni tan nuevo o lujoso, claro que había mejores, pero era su primer apartamento para vivir sola. Había dejado la casa de sus padres a fin de casarse. Mientras pensaba en eso, sentada en la única silla que tenía hasta el momento, las luces del día se fueron escurriendo y lentamente la noche las absorbió tomando posesión de ellas. 

Al principio creyó que era su cabeza, simplemente no lo relacionó con un sonido fuera de ella misma. Era tan débil y vago, apenas una vocesilla casi anémica llamándola. Pero no era a ella a quien llamaba, era a su mamá. 

Dejó la mente en silencio absoluto, necesitaba darse cuenta si provenía de su propio pensamiento. Incluso sostuvo su respiración por unos momentos. Pasó un minuto, luego dos, nada. Suspiró aliviada. Evidentemente le había parecido, tal vez fue el viento que se había levantado o alguna criatura de los vecinos. Se levantó para prepararse un bocado, ya era tarde y tenía apetito. 

Fue en la cocina cuando sucedió. Al mirar por la ventana vio en el reflejo, un par de ojos clavados en ella, de una niña de largos cabellos rubios. De inmediato se dio vuelta con el corazón latiendo violentamente, y no vio nada. Buscó a la chica por toda la casa sin resultado. No podía ser su imaginación, eso directamente no era posible, siempre se consideró una persona altamente racional, entonces ¿cómo explicar lo acontecido?

Esa noche durmió con una mezcla de sentimientos encontrados, por un lado se sentía feliz con la mudanza, pero por otro, notaba un desasosiego que en los días posteriores iba a ir en aumento. 

La cantidad de veces que le pareció escuchar quedamente a la niña sollozando, llamando a su mamá con su pequeña voz lastimera, y las veces en que al probarse ropa y mirarse en el espejo la veía observándola atentamente, fueron incontables. Claro que al darse vuelta, desaparecía como por encanto. Comenzó a llamarla, pero cuando lo hizo, jamás apareció. 

Entonces decidió tomar el toro por las astas y comenzó por preguntar al encargado del edificio qué había pasado en el apartamento. El hombre bien parco, dijo que nada. Al mes se topó con su vecina de piso y en el ascensor que las llevaba, la consultó explicándole el porqué de su demanda. La mujer se abatató, evidentemente el relato de Ema le había llegado internamente. 

Le pidió que fuera a su casa para conversar más tranquilas. Al tocar el timbre le abrió de inmediato, echando una mirada de temor hacia la puerta de Ema. La hizo pasar y ella se sorprendió al encontrar pese a ser todos los apartamentos iguales, un gran cambio entre cada uno - quizás por los muebles o la decoración - que hacía que lucieran bien diferentes.

Su vecina dijo llamarse Anabel y la invitó a sentarse en la salita. Mientras la cafetera emitía el sonido del agua borboteando, ellas comenzaron su charla. Anabel le explicó que en ese apartamento que alquiló, vivió durante varios años un matrimonio muy unido y la llegada de una nena fue la culminación de ese amor. Los padres la adoraban, era una chiquilla graciosa y encantadora. Al cumplir cuatro años, la nena tuvo una muerte súbita causada por Neumonía, un acontecimiento terrible que llevó más tarde a la madre a una depresión tan grande que tuvo que ser internada. El marido de pronto quedó solo y se retiró a vivir hacia el sur del país. 

Ema consternada, sólo atinó a preguntar si la chiquita había fallecido en el hospital. La vecina le explicó que apenas habían tenido tiempo de consultar telefónicamente a un médico, por lo que había muerto en el apartamento. 

Se retiró agradeciéndole la información, mientras se retaba internamente por no haber hecho caso a su intuición una vez más. Si algo le decía que andaba mal ¿porqué no atendió ese aviso? Ahora estaba condenada a vivir ahí al menos un año o perder todo, el depósito, el contrato y hasta el garante, que no querría volver a realizar todas las gestiones del caso. 


Durante el día, Ema se encontraba de alguna manera más tranquila que de noche. Era durante las horas del crepúsculo que comenzaba el sonido de un llanto “casi” silencioso, mas no del todo. Y adentrada la noche, podía escuchar con claridad la eterna voz de la criatura llamando a su madre. 
Ése sonido le llegaba profundamente, y el instinto de madre surgía con fuerza, poderoso, incitándola cada vez más a expresarlo, sentía deseos de abrazarla con toda la ternura en sus brazos, de acunarla, de hacerle saber que ya no estaba sola, que podía ser su mamá...
Sufría mucho por ella, porque se encontraba impotente. Comenzó a hablarle, a explicarle la situación, aún pensando en que sería bastante difícil que comprendiese. 

Sin embargo un cierto temor ancestral, la motivaba a huir de las superficies espejadas. Era consciente que entre esa miríada de reflejos imprecisos, brotaría nítida la cara de la niña, mirándola con esos enormes ojos claros. 

Una noche soñó con ella. Estaban en un gran parque, debía ser otoño, quizás más cerca del invierno, porque no estaba alfombrado con ese manto de hojas rojas en llamaradas. Sí, definitivamente era invierno, hacía frío y todo el paisaje transmitía una enorme desolación. Pero ellas se encontraban bien pese a todo, al fin estaban juntas, y jugaban, y reían.
Podían entenderse perfectamente; fue en esos momentos cuando Ema pudo explicarle lo sucedido con sus padres. La chiquita quedó en silencio, entonces Ema la abrazó contra su pecho dulce, llena de cariño, aspirando el perfume de sus cabellos. Más tarde, recorriendo el parque, la niña encontró una flor blanca muy hermosa, que estaba solitaria, de una fragancia delicada, y se la obsequió con una sonrisa en la que brillaba una serena comprensión. Luego comenzaron a bailar y a cantar varias canciones infantiles, en medio de cosquillas y risas. Las dos disfrutaron mucho del paseo que demostró ser sanador en un amplio sentido. 

Sonó el despertador. Al levantarse con el corazón expandido, colmado de gratas emociones, encontró perfumando su almohada una flor bella y blanca. 

La pequeña voz, el llanto, y la imagen de la criatura, se esfumaron para siempre. 


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