Se casaron muy jóvenes.
Ella, criada en un Colegio de monjas, virgen como el día en que nació, y él, un
muchacho con todo el ímpetu de la juventud, estudiante avanzado y
posteriormente, trabajador incansable.
Formaron un hogar como el
de todos, normal y algo rutinario. Con el correr del tiempo tuvieron cuatro
hijos - aunque a decir verdad - Elisa,
que así se llamaba la mujer, jamás gozó durante las relaciones. Muchas veces se
preguntó el porqué hacía la gente tanta alharaca al respecto, mientras apretaba
los labios delgados en una línea obligada. Y para Pepe, el acto íntimo – pese a
todas las formas innovadoras que encontró - con el tiempo pasó de ser una
tormenta, a un aguacero sin mayor relevancia.
Elisa - buena y sufrida
mujer - mantenía el hogar, a sus hijos y a su marido, impecables. Todo era
impecable en la casa, las comidas a punto
jamás se pasaban, los chicos cuidados en todo sentido. Ella, se mantenía
con los mismos kilos y el mismo peinado de años atrás, siempre correcta, mas
sin una pizca de maquillaje, y menos que menos de picardía. Sus manos por lo
general olían a lavandina (aguajane), ¿pensar en perfumes? ni hablar, con lo
que cuestan...
Así las cosas, cierta vez,
a Pepe se le presentó la ocasión de conocer a Carmen. Fue en uno de sus diarios
viajes a la selva cercana. Ella vivía en una de tantas chozas semi abandonadas
a orillas del río, que les daba sustento a los pobladores de la villa.
Fue verse, y que ese simple
hecho les cambiara la vida para siempre.
Fue un antes y un después.
Nada siguió igual luego de conocerse. Se miraron a los ojos y se reconocieron
como si jamás hubiesen sido extraños. La mirada de Pepe se perdió en las
sinuosidades de sus curvas, en el secreto perfume a sirena. Ardieron los ojos,
y ardió la carne de los dos como brasas durante horas y horas, sin extinguirse
jamás.
A diario viajaba hacia ese
lugar que a él le parecía como encantado, aunque a veces se perdía. A diario se
encerraban en el cuarto de esa choza abandonándose al amor. Y era un amor de
aquellos, de los eternos, de los que nunca mueren. En esa choza, Pepe conoció
los alcances de la pasión sin trabas ni melindres, el sexo sin límites, el amor
en su mayor escala cromática. Era un amor que alcanzaba cumbres que parecían
(al comienzo), ser incapaces de lograr, y una y otra vez, iban por más y
llegaban aún más lejos. Fue un amor rabioso, un amor impresionantemente dulce
aunque doloroso por momentos, un amor como jamás experimentara Pepe. Carnal,
crudo, pero también un amor que se deshacía en un éxtasis tan profundo y
místico que los elevaba por encima del mundo durante lo que parecían horas y
sólo eran minutos, instantes quizás.
Era la vida secreta de
Pepe, algo por la cual lucharía en preservar con todas sus fuerzas, hasta el
último aliento de su existencia. Y si algún ramalazo de culpa se atrevía a
azotarlo, el esplendor increíble de su amor lo disolvía.
Cada día, cada noche,
poseía la llave para llegar a ese sitio maravilloso y pisar las hojas húmedas
de la selva, ir caminando entre los sonidos y chillidos de monos y de infinidad
de aves, animales e insectos, hasta llegar a la choza donde lo esperaba su
Carmen adorada y entregarse sin pensar en nada ni en nadie más que en ella,
como jamás lo hiciera en toda su vida estando despierto.
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